martes, 15 de mayo de 2012

EL RECHAZO


                                                                                 
 (Cuento del profesor sanfernadino Francisco Vázquez)

   El profesor don Nilamón paseaba pensativo por la costanera. A su izquierda, el pretil; abajo, el río, silencioso, diligente. El profesor recordó un dicho: «Viejo es el viento, pero sigue soplando». Lo modificó: «Viejo es el río, pero sigue corriendo». Después de milenios continuaba sustentando sus peces, rozando la cabellera de los ribereños sauces que lo saludan haciendo mesura con la cabeza, bañando los juncos de sus costas. Allí pescaron y nadaron sus abuelos, sus padres, él de niño...
  La negativa lo tenía abrumado. ¡Con todo lo que él la quería! «La diferencia de edad, don Nilamón, la diferencia de edad...» Él nunca había pensado que esa diferencia de edades pudiese ser estorbo tan radical.
   -Piense, don Nilamón -había alegado la moza- que llegará día en que uno de nosotros anhelará ir a una fiesta, al teatro, a divertirse, y el otro soñará con quedarse en casa junto a la lumbre...
   Él la quería, y mucho; se lo había dicho. Le había propuesto formalmente matrimonio. Cobraba él un sueldo con que tener moderada pasada. Además, ella ganaba lo suyo. Estaba la casa heredada de sus mayores, en que él vivía, que podía servirles de hogar. Pero la moza era irreductible: La diferencia de edad se interponía a ley de infranqueable tapia. Aquel viaje a la casa de ella, para intentar una vez más reducirla, sería el postrero. Resolvió alargar algo la caminata para pensarlo más por menudo, y echó por la costanera. Vestía su mejor terno, el azul grisáceo, camisa celeste, pajarita nueva, sombrero hongo castoreño, guantes de color de perla, bastón de junquillo de puño de nácar y regatón de bronce, y botinas castañas picadas.
   Llegó, y dio tres golpes con la aldaba; acudió la criada, y lo hizo pasar a la sala.
   -Doña Afinidad en seguida vendrá- dijo, y se fue. Doña Afinidad, la joven profesora, se presentó tras solo unos instantes. Era preciosa, juvenil pero de aspecto adamado, el cabello rubio recogido arriba, discretos pendientes haciendo juego con una gargantilla que le circundaba el blanco y enhiesto cuello, vestido de  amplias faldas de color rosado casi blanco, y flores encarnadas, botitas de tacones de regular altura. Tendió hacia el profesor una mano blanca, de largos y finos dedos, uno de ellos ensortijado con anillo que pertenecía, por la cuenta, al mismo aderezo de los zarcillos y gargantilla, y lo saludó.
   -Pase, don Nilamón. A fe que no esperaba su visita.
   -Vine a traerle esto.
   Don Nilamón le alargó un paquetito. Ella dudó en aceptarlo; al fin lo recibió, y se dispuso a abrirlo.
   -Vine a traerle eso... y a insistir en mi demanda. Confieso que me costó mucho resolverme...
   Ella acabó de abrir el paquete. Adentro, un estuche. En él, una preciosa sortija.
   -¡Por favor, don Nilamón! ¡Esto no es lo correcto! Ya hemos tratado el tema, y conoce mi resolución.
   -Es que no puedo resignarme...
   -Pues tendrá que hacerlo. Lo que ahora aparenta ser algo insoportable, algo insalvable, dentro de poco le parecerá capítulo cerrado; una pequeña y pasajera crisis.
   Se veía que la muchacha no sabía qué hacer con el regalo. Devolverlo sin más al pretendiente se le hacía muy duro. Aceptarlo y quedárselo, en vista de las calabazas dadas, inmoral. Optó por dejarlo momentáneamente en una rinconera, y convidar al visitante a tomar asiento. Conversaron.
   -Le reitero, don Nilamón, lo que le dije: No es que yo no aprecie su cariño; todo lo contrario: Me halaga, me halaga profundamente. Pero si me opongo, más lo hago por usted, que por mí. La diferencia de edad provocará, sin duda, a la larga, graves inconvenientes.
   -Los años, doña Afinidad, irían limando, atenuando, esa desigualdad. Al paso que nos fuésemos haciendo... digamos... maduros; viejos, si quiere, la desigualdad se disimularía.
    -No estoy tan segura de ello...
   Se produjo un embarazoso silencio. Al fin la joven tomó una resolución: Se levantó de la butaca que ocupaba, fue a la rinconera, cogió el estuche, lo envolvió de nuevo de prisa en el papel en que lo había recibido, y se lo alargó al pretendiente.
   -Tome, don Nilamón; cumpla con mi voluntad; pronto, después que recapacite y lo madure, me lo agradecerá.
   Sentado en su sillón, las manos asiendo los brazos del mismo, quieto, como pasmado, mirando a su interlocutora con desconsolado semblante, el sombrero en el regazo y el bastón apoyado en el flanco del asiento, el profesor era la imagen misma del dolor, del desamparo. La dama se sintió forzada a sacarlo de su letargo.
   -Venga, venga conmigo, no sea tonto.
   Lo cogió de un brazo, hizo que se alzara, le entregó el junquillo, que el pobre, del embarazo, ya se olvidaba, y lo acompañó hasta el zaguán. La profesora le quitó el paquetito de las manos, y se lo metió en uno de los bolsillos de la chaqueta. Abrió después la puerta, y lo plantó en la calle. Allí, la damisela se abonanzó.
   -Quiero que recuerde, profesor, que su amor, y todo lo que estamos viviendo, permanecerá por siempre en mí como uno de los más dulces, queridos, entrañables recuerdos. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
   Entró, y cerró la puerta. El profesor, caminando tristemente, se alejó calle abajo.
   Ella tenía 31 años; él, sólo 19; había sido alumno de ella en la secundaria.

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