jueves, 12 de julio de 2012

Es hora de descansar


Primer Premio del certamen literario de "Gente de Letras" - año de 1999.
Cuento de Francisco Vázquez 

Como faltaba aún más de una hora para que Rocha abriese su pulpería, se sentó afuera de la casa a mirar el campo. Una gallina con sus pollitos picoteaba buscando lombrices; la cerda parida caminaba algo más lejos, seguida de los lechones de la camada. ¿Faltaría alguno? Contó nueve: Estaban todos. Regresó la atención hacia la gallina, para ver si aquel pollito de plumaje tan original estaba con ella, y  no lo vio; se habría descaminado.
Dilató la vista por el campo; le daba placer pensar que todo lo que abarcaba con la mirada era suyo. Bien es verdad que su vista, con los años, se había acortado considerablemente; su campito lo componían escasas hectáreas, que antaño había tenido muy cuidadas y cultivadas, y en donde hoy criaba apenas unas pocas gallinas y pollos, algunos cerdos y algunos patos. ¡Qué diferencia de cuando era mozo y lo acompañaban su mujer y sus hijos! Las sementeras verdeando, los corrales llenos; su casa rebosaba de comida, sana, nutritiva, sabrosa; y con lo que vendían, la plata nunca había faltado. Famoso se había hecho él en la comarca por lo madrugador y diligente; ¡y su mujer, su querida Engracia...!; no la hubo más trabajadora y sacrificada. Sus hijos fueron criados con lo mejorcito, concurrieron a la escuela hasta el sexto grado todos...¡y siempre con zapatos!
Tal vez el haberles dado tanta educación había provocado el fin de todo aquello. ¿Quién, con tantas letras, se resigna a quedarse en el surco? Y, además, la muerte de Engracia. Después, la soledad, y el asedio de los hijos porque vendiera la finca y se fuera con ellos a la ciudad.
Salirse de su campo para irse a poblado, siempre le supo a acíbar; ni quería hablar de ello. El labrador compartía la propiedad con sus hijos, que habían heredado la parte de la madre a su muerte. Acuciado por estos, que como tábanos lo asediaban para arrancarlo de allá y poder vender la heredad (que, sin duda, debía de valer algunos pesos), cometió una imprudencia: Ante un escribano público hizo un anticipo de herencia de su parte; es decir, se la donó en vida, pero con el compromiso (verbal, sólo verbal) de quedar él en ella hasta que él quisiese, o la muerte se lo llevase. De esa manera (como Antenor, el escribiente de la Delegación Municipal, en el boliche de Rocha, que había sido apalabrado por los codiciosos vástagos, le había explicado), al morir él los hijos no tenían que meterse en gastos de sucesión, y se quedaban con todo. Pero, mal asesorado (en ello hubo malicia), había cometido el ya mencionado yerro: no se reservó el usufructo. Sus hijos eran por entonces los dueños de todo, sin cortapisas.
Alcanzó a ver, en lontananza, una nubecilla de polvo en el camino. ¡Otra vez la camioneta! Dudó; ¿serían ellos? Aguardó a que se acercara más: ¡Sí, eran ellos!: Divisaba el color azul del vehículo.
-Ave María, padre.
-Sin pecao, hijos.
Venían el Hilario, el Cipriano y la Marta. ¿Para qué? Para lo de siempre: Tratar de convencerlo de que dejase el rancho, y se fuese al pueblo; pero no a vivir con ninguno de ellos.
-Le gustará el lugar que le hemos elegido, tata. Estará mejor que aquí, tendrá atención médica, buena cama y buena comida.
Oírlos lo horrorizaba; ¡acabar él en un asilo! ¿Qué necesidad había? Es cierto que ya no podía labrar el campo; pero para sus necesidades se bastaba guapamente. Andar libre, gozar de la vista de su finca, pasear por ella, criar sus animales, despertarse al alba y ver salir el sol, respirar el aire aromatizado del campo, eran su amor y su vida. Y recordar... recordar a Engracia..., ¡y a sus hijos, sí, a sus hijos! Recordarlos de pequeños, cuando estaban todos juntos, tan lindos, tan cariñosos; como si hubiesen sido otros. Su vida eran aquella libertad y aquel pedazo de tierra. ¿Qué le faltaba allá para ser aceptablemente feliz? Tenía con poco esfuerzo, comida abundante, techo sin goteras. En invierno, el rescoldo del brasero, en verano, el frescor de la brisa. A la tarde, todos los días, su caminata a la pulpería de Rocha, su partida de tute, o brisca, o truco, la visita de los amigos de siempre, las cuadreras de los domingos, las carreras de sortijas...
 -Hijos, no insistan: Ya saben la respuesta.
 Logró, por enésima vez, quitárselos de encima; pero columbró que, quizá, sería aquélla la última ocasión que pudiera salir airoso. Sentíase cansado de tanto tira y afloje, desalentado; las ganas de dejar de luchar, de rendirse, lo iban invadiendo. Cuando vio a la camioneta perderse de vista, tomó una resolución: La próxima vez... la próxima vez diría a sus hijos que sí, y se iría a que lo enterrasen vivo en un asilo.

Días después mateaba en el patio, cuando a lo lejos vio de nuevo la nubecilla de polvo premonitoria.¡Ellos! Aguardó. Al rato divisó algo que no encajaba: el color del vehículo, rojo. ¿Quién sería? La camioneta se fue acercando, y se detuvo frente a la casa. Descendió de ella un mozo de hasta veintisiete años, que de entrada causó buena impresión al viejo. Se saludaron.
 -Mi nombre es Carlos Morales -dijo el recién llegado, y dejó flotando sus palabras en el ambiente como para que su interlocutor las recibiera y asimilara. Le pareció al viejo que el mozo observaba su reacción frente al nombre que había pronunciado; como si le hubiese enviado una clave, un acertijo, y aguardara a que él lo descifrase.
-El viejo no se dio por enterado, lo hizo pasar y lo convidó a tomar asiento.El forastero aclaró:
-Soy hijo de Zenón Morales.
El alma del viejo se conmovió hasta los tuétanos; Zenón Morales había sido grande amigote suyo en la mocedad; se habían querido entrañablemente. La vida, después, los había apartado... Zenón había muerto tan joven... Casi con lágrimas en los ojos le expresó:
 -¿Así que usted es hijo de Zenón?
 Agarró cariñosamente del brazo al mozo.
 -Siéntese, hijo, siéntese.
 Matearon; el mozo le dio noticias de la vida de su padre posteriores a la época en que los dos amigos se habían apartado, el viejo lo interrogó y le narró lances y sucesos de sus días de soltero, en que Zenón era coprotagonista. Congeniaron; el viejo veía en el vástago de su gran amigo, algo así como los hijos que hubiese querido tener: buenos, nobles, respetuosos, honrados, desinteresados, cariñosos. Con sólo mirar el semblante del hombre, el viejo adivinó (y no se equivocó) una persona de muchos quilates.
Le refirió el joven que era mecánico, y que estaba trabajando cerca, en la reparación de una máquina a unas dos leguas de la casa del viejo. Tenía, además, un campo a bastante distancia, unas pocas hectáreas que cultivaba con tanto esmero como el viejo había cultivado las suyas cuando menos otoños pesaban sobre sus hombros.
Al  enterarse  de que el mozo, además de su oficio de mecánico, desempeñaba también el de labriego, el viejo se interesó. Lo interrogó y le dio consejos, relacionados con el cultivo de la tierra y la crianza de los animales.
 Quedaron muy amigos. Como el mozo tenía que permanecer en el paraje varios días más, prometió volver a visitarlo.

 Cumplió; de ahí a dos días, regresó. Nuevamente hablaron y se narraron recíprocamente sucesos de sus vidas. Pronto descubrieron ambos que se sentían muy a gusto el uno con el otro, que cada uno de ellos se iba aficionando a su interlocutor, y cobrando hacia él inesperado cariño. El viejo, entonces, se resolvió, y narró al joven su drama, su triste historia, el asedio de los hijos, su apego al rancho y la tierra, y la contienda que con él tenían entablada los vástagos por desalojarle del lugar y poder  vender la finca. El mozo, aquella tarde, se retiró profundamente conmovido por la triste historia del amigo de su padre.

Cuando, al día siguiente, el viejo vislumbró en lontananza la nubecilla de polvo, se le alegró la pajarilla. Pensó que Carlos volvía a visitarlo; pero el color azul del vehículo le aguó el contento: Eran sus hijos. Aquel día ya no iban conciliadores ni persuasivos; en forma perentoria le indicaron que aquello no podía seguir así, y que, le gustase o no, tenía que desalojar la finca.
Para sorpresa de todos, el viejo accedió. Los hijos pretendían que de allí a dos días el padre se fuera  para el pueblo; él pidió una semana, y los hijos, bien que de mala gana, se vieron obligados a concedérsela. El pobre hombre quería... quería... ¡vivir siete días más!

Se fijó día y hora para que lo pasaran a buscar; sería el miércoles de la semana siguiente, a  las seis de la mañana. Que preparara todo; no demasiadas cosas, pues en el lugar a donde iba no había sitio para mucho; que llevase lo que cupiese en una o dos maletas. Pasaría por él una persona que iría de parte de ellos.
Cuando los hijos se fueron, a pesar de estar el sol aún alto, anocheció en el alma del padre.

 De allí a tres días, Carlos se volvió a presentar. El viejo le contó todo.
-¿Y piensa usted hacerles caso?
-Hijo, estoy harto; me doy por vencido.
-Ud. no aguantará la vida en un asilo.
-Ellos son los dueños de la propiedad; ellos disponen.
Carlos se indignó, e insistió; pero el viejo se mostró irreductible.
-Uno puede hasta donde puede; a mi edad, remar contra la corriente es demasiado.

Empezó a regalar sus cosas; todo lo que no había de llevarse. Regaló las gallinas a una vecina, los cerdos a otros lugareños. La perrada, que en rigor era una carga, la repartió entre quienes fueron agraciados con algún regalo: al que llevaba un cerdo, por ejemplo, le endilgaba un perro.
Los gatos quedarían en la casa; los alimentaría una vecina que a cambio recibió los patos y sus crías. Repartió muebles y ropa, vajilla y calzado, todo viejo, todo ajuar de pobre, que venía que ni de molde a los también pobres que lo recibían.
Lo único que le quedaba aún sin dar, era Bicho, el zaino viejo, el que le había servido por años, y ahora vagaba tan inútil como él por esos trigos. Le dolía en el alma desprenderse del mancarrón; estaba ya medio ciego.
Lo tenía encomendado al Isidoro, que lo llevaría a su chacrita; para pienso el viejo tenía prevenidos unos pesitos, que de seguro el amigo se resistiría a recibir. Además le regalaría su facón con S, de lima de acero y envenado, uno de sus más preciados enseres. –Quiero que tengas al pobre tungo -le había pedido nuestro hombre a su amigo- hasta que muera, y que después lo entierres en algún rincón de tu campo.
El último día, en el boliche de Rocha, hubo guitarreada y canto: Así lo despedían los amigos de siempre. El viejo, aquella tarde, se había ido al boliche con el mancarrón del cabestro. Acabada la farra, llevó afuera al Isidoro, junto al caballo, y le dijo:-Aquí lo tenés. Tomá también esto, por las molestias -y le alargaba el dinerillo que tenía prevenido. El amigo no quería recibirlo, pero éste por la fuerza se lo metió en el bolsillo. –Esto también es para vos- agregó, y le entregó el cuchillo. Acarició después largamente al zaino, como se halaga a un viejo y querido compañero al que no volveremos a ver, y ordenó:
-Llevátelo ahora, por favor.
El Isidoro se alejó hacia su chacra, con el caballo atrás. El que hasta ese momento había sido su amo se quedó mirándolos, hasta que la oscuridad se los tragó.
                                           “Vamos vamos, zaino viejo,
                                             estamos los dos iguales”.
Insensiblemente, los sones de la canción le latieron en el alma.
                                           “...es hora de descansar.”
En procesión, pasada la medianoche, se fueron todos los parroquianos a acompañarlo hasta el rancho. No quiso el dueño de casa que a la mañana siguiente hubiese nadie presente al ir él a partir.
A fuerza de abrazos aquella última noche el viejo se fue a acostar, desvelado y medio descoyuntado.
  
Mucho antes de la hora, ya estaba el viejo afuera, en el patio. La noche era templada, clara. El cielo, sin luna, reventaba de estrellas. Se oía el croar de las ranas, la lija del grillo, la ronca trova del sapo. La triste mirada del hombre repasaba (acariciaba) lo poco que alcanzaba a divisar; el resto, lo adivinaba. Dejaba allí la vida, sus más gratas horas, los días de la mocedad y la plenitud. El hálito de Engracia, ¿seguiría flotando en el ambiente, después que él se fuera, y otros moradores ocuparan la finca?
Caviló, silencioso, un buen rato. Cuando quiso acordar, eran las cinco y media. No mucho después, a lo lejos, descubrió las luces de un coche: Se adelantaban al horario convenido. En menos de cinco minutos, una camioneta se detuvo frente a la casa. El conductor se apeó, lo saludó, y comenzó a acomodar las dos maletas en la parte de atrás. El viejo se mostró confuso y remiso; pero el cochero no le dio tiempo a muchos titubeos: Una vez acomodados los bultos, abrió la portezuela del acompañante, y con ademán imperioso lo convidó a subir. Más que una invitación, fue una orden. Mudamente, el viejo lanzó una última mirada de despedida a la casa de sus sueños, y obedeció.
Echó la camioneta  andar; en la oscuridad, el viejo, más que ver, adivinaba lo que lo rodeaba. “Todavía camino por entre tierras mías (o que fueron mías)”, cavilaba. Pronto sus posesiones quedaron atrás, tan atrás como los años felices en que había sido rey. La pegajosa tonada de la milonga:
                                                    “Vamos, vamos, zaino viejo...”
se le había enredado en la mente, y le acudía de continuo.
                                                    “...es hora de descansar.”
Anduvieron leguas y leguas; amaneció. Pasaron varios pueblos, algunos conocidos, otros no. Anduvieron varias horas, siempre por caminos rurales, algunos más transitados, otros menos. Se detuvieron repetidas veces a cargar combustible, a comer, a estirar las piernas.
Al atardecer, tomaron por un camino lateral, de tierra, y al cabo de diez minutos llegaron a una finca. Los campos eran verdes, bien trabajados, como los suyos en la edad dorada. Los animales pacían, gordos y de buen ver. Fueron a detenerse frente a una casa de mediano tamaño y agradable aspecto. El conductor bajó del coche, abrió la portezuela del lado del acompañante, e invitó al viejo a descender.
Bajó; el conocido aroma del campo le embargó los sentidos; se escuchaba el canto de los pájaros y el mugido de una vaca. El conductor le posó cariñosamente una mano en el hombro, y le dijo: -Mi casa es su casa; para siempre. Aquí... ¡aquí hasta la muerte! ¿Cómo había de permitir que lo enterraran vivo?
Cargó el mozo con las maletas. El viejo se quedó como paralizado mirando al hijo de su amigo caminar con las valijas hacia la casa,
                                                         y se echó a llorar.
Francisco  Vázquez             
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